lunes, 15 de diciembre de 2008

"Los muertos que vos matáis gozan de buena salud"


Todo se reduce a lo mismo en esta y en pasadas vidas: maquinar avara o lujuriosamente alrededor de una chimenea, una lumbre o un fogón, contra los demás, contra la pared, o contra uno mismo, que también resulta gratificador y a veces hasta conveniente. La fascinación más primitiva de los humanos fue la que les produjo la primera hoguera. Desde ese lejano momento, todos nos convertimos en idólatras del fuego y aún hoy sigue siendo para muchos su único dios. Tal vez para los menos equivocados. El fuego es algo mágico, inexplicable, doloroso y, al mismo tiempo, purificador. No existe ninguna otra cosa -la cosa es todo aquello que no se sabe bien qué es- que aglutine tantas propiedades, tantos usos, tantas reverencias, y además incite tan oportunamente a la transgresión, es decir, a ser caníval de tus propios instintos cuando se siente muy cerca su llamarada.
El otro dia pudimos constatarlo en medio de esos llanos inauditos dominados por el frío y la soledad al norte de Las Cañadas de Cañepla. Cuando bajamos de los coches a la puerta del cortijo, soplaba el viento y crujía la tierra con cada paso. Una inmensa alfombra blanca de escarcha se extendía desde nuestros pies hasta donde alcanzaba la vista que no era mucho por el obstáculo de la niebla. A 2º bajo cero la intemperie no parecía el mejor refugio, así que corrimos hasta el cortijo, y allí, en una de aquellas habitaciones cochambrosas con una chimenea a punto de venirse abajo, encendimos una lumbre. Todos en corro alrededor de las llamas, apenas si hablábamos mientras extendíamos las palmas de las manos y acercábamos las botas a las ascuas. En pocos minutos, la habitación pareció recobrar vida y nosotros tomamos conciencia del alivio de esa nueva fuente de energía. Fue entonces cuando el fuego mostró la antigua complacencia que los humanos siempre hemos devuelto en forma de chanzas, verborrea, mentirijillas y conspiración. Junto a la chimenea, había una cama con un colchón mugriento y unas mantas deshilachadas, y entonces, alguien imaginó en voz alta el chasquido de unos cuerpos revolviéndose jadeantes entre la mugre y el fuego sin importarle ni lo uno ni lo otro. Otro imaginó el chisporroteo de unos chorizos y unas morcillas entre las brasas, chorreando grasa y alimento, hasta el justo punto de ser retiradas para engullirlas. Otro se asomó por la ventana para cerciorarse que no se acercaban los nuevos socios del coto y, a continuación, propuso mil métodos para reducirlos a comparsas en la nueva sociedad. Otro imaginó al mandatario político de turno en pelota picá a la vera del cortijo mientras gritaba y aporreaba la puerta suplicando algo de calor antes del rictus agónico de la "risica". Y el último, el que más callado estaba, al propinarle un violento palmetazo en las espaldas para sacarle del letargo, respondió echando mano del refranero picantón y popular: "Cuando hay nieves en las cumbres, hay más pollas en los coños que ollas en las lumbres", y se quedó tan tranquilo ensimismado en el fuego.
En definitiva, un momento, un lugar, mucho frío, unos palos, la mano final que los prende, y ¡¡zas!! aparece victoriosa la lujuria, la lascivia, el deseo, la soberbia, la gula, la trampa, la conspiración ...y ¡¡la gloria!!. Todas ensambladas, todas convenientes, todas tan humanas.
Ya se dijo una vez alrededor de un buen fuego: "Los muertos que vos matáis gozan de buena salud". Para escapar de esas muertes, solo tenemos que acercarnos a una buena lumbre y escuchar al mensajero por enemigo que sea. ¡Mirad si no en las fotos de arriba y veréis lo que nos despachamos esa misma tarde!

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