lunes, 8 de diciembre de 2008

Gobierno y oposición


Mi amigo Giulio Bramante se preguntaba un día que cómo podía haber tantos imbéciles desde Liguria hasta la Patagonia. Se refería a todas las gentes que acuden entusiasmadas a escuchar los mitines de los políticos a los que piensan votar, y yo pensando en esta España nuestra, lo comenté en una reunión familiar añadiendo que su calificación había resultado excesivamente respetuosa, lo cual me acarreó algunas críticas instantáneas. Pero al igual que le dije al acusador, no me voy a retractar. En primer lugar por la objetividad palmaria de varias razones: los que asisten a los mítines políticos saben de antemano lo que van a escuchar, les van a decir todo aquello que ellos quieren oir, llevan muchas legislaturas escuchando idénticos argumentos, y se encuentran perfectamente programados para aplaudir en todos los momentos álgidos del discurso, que es como decir cuando se ridiculiza y pisotea al rival de turno. Y en segundo lugar por el derecho a refrendar dos sentimientos in crescendo con el paso de los años: la pasión y la pena. La pasión de ejercer de uno mismo sin que nadie nos tenga que reconducir las actitudes, y la pena de observar a tantos rostros boquiabiertos y expectantes mientras procede el aprendiz de mago y maestro de tejemanejes a sacar el conejo podrido de la chistera. Ya sé, ya sé, que algunos me van a machacar cuando se enteren, pero como soy un don nadie a todos estos niveles, espero reconstruirme al instante y sin daños colaterales que pudieran hacerme pensarlo en la siguiente ocasión. No puedo ocultar que tengo amigos y familiares en uno y otro bando, y que ninguno es más que el otro por estar al otro lado del río, pero aquellos de éstos que mientan al oponente político cual rezo obligado, como en los conventos, antes de comer o de dar los buenos días, invitan más a la patada momentánea que a la sonrisa complaciente por el vínculo.
Gobierno y oposición son dos palabras sinónimas, equivalentes, concupiscentes a similares magnitudes en los medios y en el fin, la sociedad de dos individuos -si tuvieran cara y piernas- que enfrenta a una parte del Pueblo con la otra mientras proyectan juntos en una capea el reparto de los dividendos del País. Así es, y que nadie le de más vueltas por muy simplista que parezca la conclusión. Ya sabemos que todos son necesarios, y que en algunas ocasiones han emergido desde ambos lodos pensadores lúcidos extrañamente abanderados por el sentido común y la honestidad, pero la filosofía general es la que es y se viene cumpliendo cíclicamente como una premonición borgeana en cada legislatura, venga el viento de poniente o de levante. El poderoso siempre lo tendrá de culo y a todos los demás les vendrá de cara, y ¡qué falacia que suelan ser estos últimos los que presuman de ideología! Gobierno y oposición son los componentes andróginos del nuevo orden político: no tienen sexo, no tienen alma, carecen de historia y, sin embargo, enfrentan en luchas dialécticas inútiles a todo el país, mientras esbozan la sonrisa de los triunfadores que se confabulan además con el transcurso del tiempo: hoy en el Gobierno... mañana en la oposición. O viceversa.
Solo hay dos clases sociales o raciales en el mundo: los que mandan y los que son mandados. Y no hay que estar hecho de carne de escepticismo para saber estas cosas. Solo hay que ver y observar, echar la vista atrás o muy atrás, recordar las puertas de las sedes de los partidos en las noches electorales, los discursos de los unos y los otros, las sonrisas, el rechinar de dientes, hoy por esta boca y mañana por la otra, y dibujar finalmente el escenario: los poderosos siempre en el mismo barco, los banqueros en la nave espacial, y el pueblo zarandeado en una chalupa. Pero al menos a los románticos, en estas cosas de la política, siempre les quedará echar mano del refranero popular que, como todos sabemos, nunca yerra, y en esos momentos del cabreo con el dirigente de turno, siempre será oportuno recordar aquello de: "Otro vendrá que bien nos joderá". Y así por los siglos de los siglos.

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