lunes, 18 de enero de 2010

A cuento de Almería.


Sí, es el título de un libro de relatos y no la historia de los últimos chismes sobre la antigua tierra de las legañas. Ha sido parido como casi todo en esta provincia: sin pensarlo mucho, huérfano de grandes padrinos e impulsado por un viento -de poniente en este caso- que nunca se sabe a donde va. En él se acurrucan, sin molestarse demasiado, dieciseis relatos de cosas que han pasado en la tierra del ronquío silencioso, de la luz cegadora y los viejos sabios de las cavernas que un día osaron coger el arco iris con sus manos. No hay muchos lugares para ubicar en la literatura, ni siquiera humildemente, a esta Almería nuestra que ahora es también de todos esos otros de fuera. Debe ser por nuestra jodida indiferencia, por esa pobreza enmarañada que hemos pretendido inútilmente ocultar tras los refulgentes contraluces de los días luminosos, reventados de viento y de aridez, días de susto y de espanto donde temerarios viajeros, desoyendo los cantos preventivos de las musas, decidieron hacer parada y fonda, uniendo sus huellas con las llagas de un paisaje que, por puro desolador, siempre les pareció de una belleza inaudita.

Almería siempre ha sido algo insustancial, carente de una esencia definida y sin fastuosos monumentos que la identifiquen desde la distancia. Una perla anónima surgida de un mar cristalino que nunca quiso reconocerla como a un hijo legítimo. Por eso es más perla que otras perlas y por eso reluce con un brillo genuíno que no debe vasallajes ni ha de pagar tributos salvo aquellos mismos de la fealdad asignada por otras colindantes y envidiosas tierras. Almería está ahora siempre al otro lado. No hay nada más allá. El que quiera comprobarlo que tome asiento cerca de un palmito en la punta más alta del Morrón de los Genoveses y se trague a sorbos lentos cualquier amanecer. Desde allí, entre el silencio y la atención, podrá escuchar en la lejanía vocear a Fernando Fernán Gómez: "Se ponen culos a las sartenes...Se ponen culos a las señoras", cuando viajaba aquel verano desde Las Negras hasta La Isleta cargando con su bicicleta y su flamante flauta de afilador. Menuda película "Los gallos de la madrugada", menudo retrato, y menudo preámbulo anunciador de la inminente invasión que nos inundó después de cientos de melenudos marijuaneros e imponentes chochos peludos rompiendo la calma y el orden de todas las playas inaccesibles. Casi todo llegó al mismo tiempo: los chochos, el cine, Henri Fonda, Claudia Cardinale, Lee Van Cleef y el Habichuela, por supuesto. ¡Qué gran tierra la de aquellos tiempos! ¡Y qué putos dirigentes los de entonces y los de ahora! Algunas cosas no cambiarán nunca.

A Cuento de Almería rememora algunos chispazos sobre su quebrada línea del horizonte. De aquellos tiempos, de otros mucho más lejanos, de la Guerra Civil, que esa -contrariamente al resto de la humanidad- no se molestó en olvidarnos, o de ayer mismo. Historias de amor y de guerra, de gatos y de familias, de viajes, de llegadas, de marineros desahuciados, de edificios y de la punta telúrica del Cabo de Gata. Escritos con el sentimiento y la leche mamada por cada cual, pero aferrados a la causa común de un regazo al que hoy miran desde fuera miles de ojos añorando no ser parte de un caldo de cultivo hecho a base de jirones de piel, de sol, de miseria, de ramblas, de bodas de sangre y de pistoleros de paja y cuento.

Los autores de esos relatos somos gente normal, demasiado normal para haber llegado hasta esas páginas y robarles las hechuras a los autores de verdad. Pero el sentimiento carece de ornamentos y de cartas credenciales, y ahí estamos, nacidos o llegados desde otros mundos, pero asentados firmemente en una tierra que nada pide y con nada obsequia. Hemos sido valientes al recordarla en insignificantes retazos mejor o peor escritos, procurando que la piel y las entrañas queden siempre al descubierto. La miseria de otros tiempos que enjuagaba en las mismas aguas la incultura y el hambre, ahora se ha dado la vuelta. Como el mundo, Almería está patas arriba, añora su identidad, recela de todos sus caminantes, llora desde la más puta rabia la desolación y el abandono de algunos de sus enclaves, pero mantiene enhiesta la silueta taumatúrgica del Cabo de Gata, ese falo amigo de las culebras y los pájaros que se adentra desvergonzado en el mar hasta rozar con sus labios la Punta de las Sirenas.

Los de aquí somos los hijos de aquel desorden narrado en las páginas de Campos de Níjar, y los que han llegado de fuera para quedarse sin más, son los padrinos que han venido a testificar el milagro. Algunos de los autores de A Cuento de Almería son de estos últimos. Llegaron dubitativos con la maleta presta para volver y cayeron en la trampa. Sorprende y acojona a un mismo tiempo ver con qué sentimiento escriben sobre una tierra que no es la suya. Miguel Naveros, el autor del prólogo, es uno de estos. Nació en Madrid pero piensa en almeriense y respira solo viento de levante. El Instituto de Estudios Almerienses, que él dirige, ha patrocinado el evento, y la recientísima editorial ejidense Lagartos Editores ha puesto el resto. Mónica Sánchez, la coordinadora del libro, logró ponerlos a todos en marcha. Miembro también de la Asociación Narrativa Ejido que integra a los dieciseis autores, Mónica -que tiene una mirada con trasfondo, muchos méritos y también un no se qué- ha sabido capear el temporal de una asociación que, más que un colectivo, ha resultado una catástrofe por mor del decreto ley de los que siempre están dispuestos a joderlo todo. Ni siquiera los intentos culturales están libres de esta clase de gilipollas, narcisos de su propia mierda, en cuyos continuos embites, acomodan su arrogancia los perdedores solitarios que intentan hacerse notar. Pero A Cuento de Almería ha logrado finalmente ver la luz, de una vez y para siempre, y sus contadores de historias caminan de nuevo entre el revienta y la esperanza de una tierra luminosa sin más que, muy pronto, les llenará la capaza con nuevas cosechas.

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