Siempre que hablo con mis hijos sobre algunos episodios de la Historia, me esfuerzo en indicarles la importancia de ésta, haciéndoles ver que, sin ir más lejos, nosotros somos su último resultado. Luego, cada uno la interpreta a su manera. Aunque decirlo parezca un desatino, la condición más relevante de la Historia es su atemporalidad. Dividida en periplos bien definidos del tiempo, su esencia, el hilo conductor que ha ido engranando hecho tras hecho a lo largo de los siglos, ha gozado siempre de una jodida e incómoda invariabilidad, es decir, el tiempo pasa y, sin embargo, la condición humana, en sus más abyectos componentes, prevalece. Por los siglos de los siglos.
Así somos nosotros y así se escribe la Historia. Da igual profundizar en los entresijos de una reunión de altos mandatarios del Banco Mundial que en el debate de los subyugados arquitectos de la Torre de Babel. Subyugados por el auto sometimiento a la fascinación de construir una edificación capaz de conectar física y metafísicamente con Yahvé. La palabra Babel proviene del verbo hebreo balál, que significa confundir. Dios castigó convenientemente -por eso es Dios-, la osadía de quienen intentaron llegar más lejos de lo permitido. Y lo hizo de la forma más sencilla y a la vez eficaz en cuanto a unos daños colaterales que parecen haber ido in crescendo con el paso de los siglos: confundió las lenguas de todos ellos y así no hubo forma alguna de entenderse. Esa merecida herencia, es ahora un caudal inagotable en el que sacian su sed los maquinadores de las clases políticas para que el resto hocemos en su mierda dialéctica nuestra parte alícuota de confusión, ese trapo que nos ponen en los ojos para que no podamos verlos a ellos crecer y saltar en medio de sus indecentes piruetas.
Los dirigentes de la inminentísima nación catalana no han sentido vergüenza alguna por hacer un uso prestatario y, sobretodo oportuno, de los atributos de aquel Yahvé legislador y justiciero, obligando a los otros dirigentes, los parias sarasas de la nación matriz, a doblegarse a los deseos de que se hable en el Parlamento con las lenguas que a cada uno les salga de sus henchidos cojones. Y encima, para molestia, aburrimiento, confusión y gasto de los oyentes y de todo el erario público. Un gasto cifrado en más de seis mil euros por cada sesión para pagar a la pléyade de traductores que acudirán en masa a recojer un maná que nunca esperaron. El mundo siempre ha estado lleno de lícitos y bienpensados intentos de erigir torres para acercar a los hombres al conocimiento o a una divinidad de la que se sienten, quieran o no, poseídos en parte, pero los otros dioses, los babelistas de la confusión, siempre han logrado echarlas abajo. Pero, ¿qué podemos hacer? Seguir con los pantalones bajados carece ya de emoción porque el gusto ya no es el mismo que el de aquellos primeros embites. Mantener la cabeza gacha tampoco es un síntoma de valentía y aún menos de elegancia. Salir corriendo también tiene el inconveniente de que el mundo es muy grande y nos perderíamos en la carrera. Matar al mensajero ya me gustaría, pero son tantos... Alzar la voz tan solo serviría para molestar a la parienta y a la vecina. Escribir un libro, sí, esa podría ser una buena manera de volverse loco y, acto seguido, pasar a formar parte del club de los pretenciosos anónimos. No sé. No sé qué podemos hacer.
El otro yo me dice que ande con cuidado de no confundirme yo a mí mismo y que deje en paz al resto del mundo. Y en esa guerra estoy. El pragmatismo no va conmigo y por eso me cuesta cada vez más respirar. Los otros, los que andan cerca, a veces me joden bien. Y uno, que es tonto, va y se deja y luego pide explicaciones al oráculo de la gran sordera. Esta última semana ha ido un poco en esa línea: continuos cabreos, retratos fatigosos de familia y más de una decepción. Pero a lo primero estoy bien acostumbrado y la familia es la familia, es decir, la tienes que llevar en el bolsillo. La decepción, en cambio, es otra cosa. Una punzada casi siempre inesperada que voltea de forma dolorosa los méritos que tú mismo habías asignado felizmente. Pero la gente somos así y las mujeres no saben leer los mapas, o eso dicen. Lo que nunca aprenderé es a entender que las personas, como las montañas, jamás cambian sus entrañas. Debe ser porque el niño que llevo dentro aún está lleno de ingenuidad. O porque soy gilipollas y no sé desprenderme de las piedras del zapato. En fin, que no estoy tan literariamente desquiciado como Arturo Pérez Reverte cuando maldice a la sangre y a todos los muertos de la clase política, pero casi, y además, alguna de esa otra gente de cercanías me están abocando a que tome asiento en el sentido contrario a la marcha, lo cual siempre me ha producido un desasosiego por la lógica pérdida de referencias y de calor humano.Procuraré, no obstante, que no me alcance la confusión babélica, la interior, la propia, no la de los demás, ni las parlamentarias o gubernamentales. Y solo hay un antídoto: seguir luchando, seguir sufriendo.
Un día, tres perdidos en un desierto caminaban exhaustos sin esperanza. Uno de ellos vió a otro que se santigüaba continuamente y le preguntó al tercero: "¿Para qué sirve eso?". Y éste le contestó: "Para nada, si no sabe luchar".
Y para otras cosas, como dice Sabina que suena en estos momentos, ya es demasiado tarde, princesa.
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