

El paseo marítimo de Aguadulce es un lugar monótono, casi insulso, donde siempre te cruzas con la misma gente y la mirada se te vuelca de vez en cuando hacia la playa observando a esa bañista cuyas curvas se anteponen alevosas sobre la línea del horizonte. Sobretodo ahora que el verano está a punto de caer.
No iba precisamente pendiente de esas cosas cuando la otra mañana, Eileen y yo, nos disponíamos a entrar en un chiringuito. Frente a él, en la acera, en un pequeño puesto ambulante, una mujer de mediana edad se afanaba pintando con un pincel diminuto sobre unas piedras. Nos acercamos y ella siguió pintando en su lienzo de piedra, un chinorro de playa de 3 o 4 cm. donde ya se perfilaban con meridiana claridad un árbol, un camino y una cerca. Comencé a mirar una a una todas las piedras pintadas que se exponían en la mesa sobre un mantel blanco. Se trataba de esas piedras grises chapadas que salpican las arenas y que solo sirven para molestar a los bañistas. La mayor no tendría más de 10 cm. y en una gran parte de ellas se representaban escenas de campo con árboles. El resto lo componían algunas marinas con barcos perdidos en una confusa inmensidad de olas y cielo. Fueron estas últimas las que centraron mi atención, especialmente una -la de la imagen izquierda de arriba- a la que asocié de inmediato con el estilo de algunas obras de William Turner. Puse ese trozo de mar y misterio en mis manos y fué entonces cuando la mujer levantó la cabeza. La mirada que brotó desde sus vivos ojos, de un verde indeterminado, delataba un cierto agradecimiento y un mucho de indagación. Esto último logró turbarme unos instantes consciente de que esa mirada pudiera estar traspasando los resortes que dejan desnudos lo que se lleva por dentro, lo que camina con uno a cuestas y que los demás no ven, las cargas del orgullo y la vergüenza ganadas en cada escollo del camino.
- Dígame, señor, qué piedra le gusta y le diré algunas cosas más -preguntó sin dejar de mirarme en un acento que enseguida relacioné con las gentes del Volga.
- ¿Es usted rusa?
- Sí, señor. Soy de las montañas del Altai. Allí nací, muy cerca de la frontera con Mongolia. El Tibet ruso que nosotros le llamamos.
- ¡Vaya! Un lugar exótico, lo conozco por algunos documentales - contesté intentando indagar yo también movido por una extraña sensación de bienestar.
Le di la piedra elegida y Eileen escogió otra con una casita y un árbol para que las envolviese. El precio no merecía regateo: 15 euros las dos. Aún así recurrí a él de forma innecesaria y chabacana para que todo se quedara en diez euros. Antes de introducir cada una en un sobre de papel naranja, la mujer se levantó de la silla, se acercó hasta nosotros, y mirándome, con la misma fijeza de antes, dijo en un tono ceremonioso:
- Usted es un hombre valiente y todo lo que se proponga lo conseguirá.
- Ja, ja, ja -Eileen se descojonaba-. Se ha equivocado usted en todo. Él no es así -concluyó sin parar de reírse.
- No, no...Usted cree que él no es así y él también lo cree, pero están equivocados. Este hombre tiene una fuerza interior de la que él no suele hacer mucho uso. Al contrario, a veces la utiliza para castigarse a sí mismo. Vuelvo a repetirle, usted conseguirá todo lo que se proponga pero ha de proponérselo de verdad - acabó dirigiéndose de nuevo a mí. Yo correspondí sonriendo torpemente.
- Y usted ...¿de donde es usted? -le preguntó a Eileen.
- Soy inglesa, de Londres.
- Pues mire, usted es una persona...¿como se dice?...¿del alma, del espírito?
- ¡Espiritual!
- Eso es, espiritual. Usted es una persona inteligente, pero muy espiritual.
- ¿Todo esto lo dice por las piedras que hemos escogido? -pregunté.
- Por las piedras y por lo que veo en sus ojos. No en los ojos. En la mirada.
- Pero,¡bueno! ¿Usted qué es, una pintora o una adivinadora? Inquirí en tono conciliador.
- Soy un poquito bruja...ja, ja, ja. Pero, no, no se asusten. Solo soy una mujer de las montañas rusas del Altai que ha recorrido muchos mundos y conocido a mucha gente y siempre he intentado mirarlos con buenos ojos. Yo también soy muy espiritual. Me llamo Irina Shutova. Ese hombre del sombrero que está sentado en el muro es un gaucho argentino que fué cantaor de tangos y ahora es mi marido, el padre de mis tres hijos. Si quieren saber algo más de mi, en la parte de atrás de las piedras está escrita mi página web.
La escueta historia de Irina y su mirada penetrante me habían conmovido. Algo en ella me estaba incitando a poner yo también, como sus piedras, algunos de mis problemas sobre la mesa.
- Irina, resulta gratificante escucharla decir eso de la valentía y del logro de las cosas, pero he de confesarle que llevo algún tiempo, más del que yo podría esperar, en el que no me salen esas cosas como a mí me gustaría.
- Mire, Juan. ¿Usted sabe que hay noche, verdad? Pues entonces también sabrá que después de cada noche llega el día, ¿verdad? Al menos habrá aprendido eso a lo largo de su vida. Usted está ahora en la noche. Tenga paciencia, Juan, Espere a que llegue el día y el día llegará. Es así de sencillo. Mire todos esos árboles que hay pintados en las piedras. El árbol no es solo fruto. Otras veces solo tiene hojas y ramas, y algunas ni siquiera tiene hojas. Solo hay que esperar a que lleguen de nuevo los frutos. Pero usted tiene que sembrar. Hay que sembrar siempre. No puede estarse quieto. A veces se siembra en el sitio adecuado y otras no, pero el fruto llegará antes o después. tenga paciencia, Juan, con lo que busca y con lo que desea.
- Muchas gracias Irina. Creo que es usted una mujer especial. Al menos hoy tengo la certeza de que es una gran pintora.
Eileen y yo nos despedimos de ella y nos fuimos al chiringuito con nuestras piedras. Mientras mirábamos al mar, y entre trago y trago a los mojitos que nos habían puesto de postre, le dije que iba a escribir un artículo sobre la rusa de las montañas del Altai.
- ¿Tú crees que es ella la autora de las pinturas? - me preguntó.
- ¿Y qué más da? Cuando mires la piedra, la identidad de su autora será una cuestión intrascendente que no puede robarle nada al arte que lleva estampada. En cambio, esa mirada suya y sus palabras conciliadoras, llenas de generosidad, no es una cosa con la que yo me encuentre todos los días o todos los años. Por eso voy a escribir el artículo.
Esa misma noche puse el nombre de Irina Shutova en el buscador de Google. Irina Shutova de Parra nació en Barnaul (Siberia) junto a las montañas del macizo del Altai. Allí se graduó en ingeniería matemática y creó su propia empresa en una zona de producción de plutonio y uranio altamente contaminada, lo que le acarreó algunos problemas de salud. Acabó dejándolo todo por el mundo del Arte y por una búsqueda espiritual que siempre ha viajado con ella. Perdió por ello todos sus bienes terrenales y finalmente, y después de otros tránsitos, recaló en Buenos Aires. Allí creó dos grupos artísticos: "Alma de artistas" y "Fuente de Arte" colaborando en labores de docencia sobre la pintura y ayudando en centros de discapacitados. Llevó a cabo varias exposiciones en ciudades argentinas donando algunos cuadros a iglesias y centros educativos. Desde hace tres años vive en Roquetas de Mar con su marido y el menor de sus hijos y recientemente se ha trasladado a vivir a Almería. Vive exclusivamente a merced de la venta de sus cuadros y sus piedras y su búsqueda espiritual continúa plenamente vigente. La poetisa de origen alemán Norma Gomes de Schmit le dedicó en Buenos Aires un poema titulado "Peregrina", cuya primera estrofa dice así:
Bienvenida a la Argentina
te recibimos a vos
gran artista peregrina
del afecto y del color.