lunes, 25 de mayo de 2009

Estambul, una patria en la palma de la mano.


Quién no haya estado allí no puede gozar de una concepción global sobre la historia del hombre. Estambul no es solo una encrucijada, es sobretodo una referencia, un horizonte irritantemente anaranjado en el ocaso de los dias, salpicado de alminares, cúpulas, y cuentos donde caben todos los amores y se afanan todas las tragedias. No existe ninguna otra ciudad sobre la Tierra que abrace al viajero de forma tan natural y a la vez sepa envolverlo en una trama que traspasa siglos y culturas con cada uno de sus pequeños pasos sobre las calles o con cada fugaz mirada hacia su paisaje. Es la ciudad del mundo porque todos los mundos caben en ella. Oriente y Occidente confluyen en un espacio cuyo auténtico prodigio resulta ser un mutuo enamoramiento entre sus Culturas antes que cualquier atisbo de confrontación, algo así como un espacio neutral ganado a los tiempos y a las guerras por la propia magia de su historia y el encanto de su fascinante enclave. Sus habitantes lo saben, los viajeros lo descubren nada más llegar y los poetas llevan siglos bebiendo en las fuentes de una ciudad que se basta ella sola para dibujar al mundo.
Estambul es un sentimiento se mire donde se mire. Da lo mismo estar en un punto o en otro, todos los paisajes rebosan de paisaje. Desde Asia se ve toda Europa, y desde Europa se desea llegar con prontitud a ese principio de Oriente a través de cuya puerta se supo que había mucho más. En el puente Gálata uno se transita a sí mismo perdido en la vorágine de otros millares de tránsitos. En algunas de las estancias del Palacio de Topkapi el viajero quisiera volver siempre atrás, darle un puntapié a su caótico siglo XXI, especialmente en las cocinas y en los harenes, dos grandes pasiones que la modernidad no ha sido capaz de atenuar. Con Santa Sofía no han podido ni los vientos, ni las guerras, ni todos los temblores juntos de la madre Tierra. El tiempo ha quedado detenido en su interior permitiendo que el viajero se atontezca absorto ante la dimensión y la irreverencia de dos credos que cohabitan sin apenas denostación y regurgitan por las paredes, solapados y enfrentados, los iconos de cada uno. La Mezquita Azul, la de Soleimán el Magnífico y otras muchas, nos recuerdan la historia imperialista de sus últimos siglos y una monumentalidad que, mucho más hacia Occidente, también ha sabido dejar sus señas de identidad.
Pero, ¿y el alma? ¿Donde se esconde el alma de esta ciudad? Su alma es un sentimiento impúdico y sonoro que nunca ha intentado ocultarse, se levanta con cada día y se desvanece silenciosamente al caer la noche. Son los mercados, el latido que arrancó en la noche de los tiempos y que nunca ha cesado testificando la herencia ganada a una condición: la de la fiesta ancestral del trueque, del engaño, de la convivencia, la palabrería y el tributo a una forma de vida que no necesita de ninguna otra. El Gran Bazar es un laberinto de los sueños donde lo imposible deja de serlo. Cambistas y mercaderes de leyenda ponen en juego todas sus artes malabares en un espacio que siempre parece estar a punto de estallar, y en algunos rincones alejados del tumulto, también los filósofos, sin aspavientos, con el estoicismo de los sabios, se apresuran a poner en tu mano un manual ligero para la supervivencia compendiado en 4 o 5 frases esenciales.
La antigua Constantinopla es así de prolija en las emociones y en los espectáculos. Para escapar momentáneamente de ella, el Bósforo, una de sus azuladas calles de agua, ofrece un corredor de apenas cuarenta kilómetros cuyas dos orillas ponen la nota de un verde frondoso salpicado de palacios y mansiones que desde lo alto parecen rendir un cansino tributo al paso incesante de gigantescos mercantes. La ciudad y el Bósforo son un nudo de idas y venidas que como los amantes jamás se pierden de vista del todo.
El abrazo de Estambul es como una caricia en el oído y un tacto en los ojos, el susurro de un lugar lejano que te dice sin pudor alguno que estás de nuevo en casa. Es entonces cuando haces tuya toda la ciudad con la emoción del que supo disfrutarla en otros tiempos u otras vidas. No es ella la que permanece, es el viajero el que se siente detenido y casi casi inmortal.
Estambul es una patria que, como la propia eternidad, también cabe en la palma de la mano.

No hay comentarios: