martes, 19 de mayo de 2009

Las viejas glorias.















Cuesta creer que haya pasado tanto tiempo. Un yuyu de vértigo y de nostalgia me recorre todo el cuerpo al contemplar esas fotos. La Salle de los 60, ¡vaya acuartelamiento de temerosos enanos y falsos clérigos! Aquellos frailes no eran otra cosa que eso mismo: falsos clérigos plenamente conscientes del arsenal intimidatorio que les confería su espeluznante aspecto de negro inmenso y blanco escueto en los cuellos. Sobretodo, cuando asomaban caminando de improviso desde el fondo de los largos pasillos entre la penumbra y la tristeza de aquellas tardes de invierno. Pululaban en todo momento por los rincones del colegio, en los pasillos, en la puerta de las aulas, por los patios, atravesándolos siempre en diagonal, imagino ahora que por conseguir una mejor perspectiva de los incautos, subiendo o bajando las escaleras de caracol que desde el patio central conducían hasta la capilla, y finalmente, apoltronados en las aulas encima de la tarima, observando con paranoico placer los ojos temerosos de los alumnos que, como yo, andábamos siempre maquinando en el furgón de cola. El maremagnum emocional se escenificaba teatralmente todos los fines de semana con la entrega de los boletines a manos de "el zorro", el director, el jefe supremo de la cuadrilla, con todos los alumnos de pie ocupando la periferia del aula en una fila ordenada desde el primero hasta el último según los méritos obtenidos. Bolitas multicolores anisadas para los primeros y tirones breves e intensos de las orejas para los últimos en un ejercicio de humillación pública cuya única ventaja, al menos para mí, era que solo se producía una vez a la semana.
Sin embargo, jamás me he sentido perjudicado por aquella etapa tan prolija en las hostias -tomadas y recibidas- y en los miedos. Es posible, sí, que el paso por La Salle lograse imbuírme de cierta rebeldía, pero concluyo que la docencia entre sus muros supo alentar innumerables inquietudes que, indolencias al margen, supieron conformar también un interés por la intelectualidad y la Cultura que en otro tipo de Centros no hubiese conseguido alcanzar. Así que, cuando observo la foto, ya no me acuerdo de los reglazos ni de las hostias, me miro a mí mismo y digo ¿pero qué has hecho con todo ese tiempo?
Algunos aspectos se han negado a cambiar: la mirada tensa de aquella foto del 65 es la misma que tengo ahora. Hay ciertas amarras de las que es muy dificil soltarse. Sonrío al verme, no obstante, con ese gesto de inocencia en la cara que aún era capaz de ocultar las tribulaciones de un niño que soñaba con ser mayor al día siguiente. ¿A qué esperar varios años? ¡Pobre ignorante! Nunca podría imaginar que cuarenta años después seguiría sin conseguirlo. Algo que ha sido bueno para las emociones y no tanto para la cordura. Mi madre me lo dice una y otra vez. Por eso he pasado de puntillas sobre muchos lodos, sin preocuparme demasiado de las salpicaduras y procurando disfrutar, ea, brincar en medio del barro, chuparme los dedos para limpiarme, y comerme las uñas histéricamente con cada abstracción de lo que no podía plegarse a mis deseos.
Es curioso, con la mala memoria que tengo, y ahora , viendo la foto, soy capaz de recordar casi todos los nombres de aquellos enanos. Algunos han alcanzado la celebridad, otros, como buenos hijos de papá, han vivido siempre sobrados a la sombra alargada del clan familiar, de otros nunca llegué a saber lo que fue de ellos, alguno habrá dejado de pisar sobre la Tierra, y algún otro también quizás haya sido capaz de maldecir a su existencia. Uno de ellos, el más inequívocamente chulillo en la imagen, me robaba las tortas de manteca en los recreos. Una tragedia mientras duró el anonimato porque aquellas tortas eran más importantes que la cartera. Hasta que un dia lo cacé tumbándome debajo de un pupitre. Cuando le iba a dar de hostias pensé: ¿tendrá hambre esta criatura? Fue uno de los pocos momentos de mi vida en que hice de mayor y, sin demora, se las ofrecí para que se las comiera. Llorando las rechazó. No me sentaron bien aquel dia.
Así, fue pasando el tiempo y me fui viendo crecer, al menos en años. Dejé atrás aquellos frailes, el olor a tarimas y pupitres de rancias maderas, las confesiones semanales del mismo pecado, las risas y los llantos de mis queridos correligionarios -compañeros enanos siempre en guerra de guerillas- y la emoción táctil de los nuevos libros del curso.
Y así también llegué a la Universidad y héme ahí en la otra foto. El mismo niño con más pelo y más piernas y poco más. Ese fue el primer equipo de fútbol sala de la Universidad de Almería, con caras conocidas, ¡quién lo diría por aquellos entonces! el Chipy -el futuro rector-, Diego Cervantes, Emilio Molina, y el resto que no dejábamos de ser menos importantes que los nombrados, especialmente yo que metía más goles que ninguno de ellos con esa zurda palomera de escasos esfuerzos pero de precisa y oportuna ubicación. ¡Qué tiempos de viejas glorias! Quince años es nada entre ambas fotos y aún menos los cuarenta desde la primera. El tiempo solo ha podido pintar surcos en las caras y adornarnos la cabeza con un bonete alopécico en el lugar de la coronilla. Hablo por mí. ¡Qué sé yo de los otros ni me importa!.
En lo demás sigo siendo cómplice del niño tenso que no sonríe en el centro de los sentados. Es la tensión del expectante, del niño curioso que se pregunta miles de cosas y pretende averiguarlas, la tensión del que maquina sin siquiera saber lo que eso significa, la tensión del coleccionista de emociones, también la del que teme y duda de sí mismo, la del recolector de fiestas de Reyes Magos y abrazos paternales, la tensión del soñador, del que ya comienza a dibujar románticos amores que nunca llegarán, la tensión, en definitiva, del niño que intuye amargamente que nunca va a dejar de serlo por mucho que una multitud de juguetes intenten distraerle y allanarle los caminos.
O tal vez yo ahora ande equivocado y aquel gesto casi de disgusto, tensionado y falaz, tan solo se debiera a la impaciencia por llegar de nuevo hasta el pupitre y desliar aquellas tortas de manteca embadurnadas de azúcar que se diluyeron, como tantas cosas, en la estúpida vorágine de una existencia que ha ido perdiendo su sabor y su sentido precisamente con el paso de los años.
Nota del autor: Dedicado al centenario del colegio La Salle de Almería recientemente commemorado.

No hay comentarios: