martes, 9 de junio de 2009

El circo.


¡Qué palabra más entrañable! La lejana visión de aquella lona a rayas blancas y azules que inesperadamente irrumpía entre las copas de las moreras de la rambla, al cruzar por el puente de la calle Paco Aquino, hacía latir con denuedo mi ajetreado corazón. Entonces imaginaba a leones de larga melena rugiendo y saltando entre aros de colores, a los jinetes haciendo piruetas a lomos de caballos al galope, a los trapecistas temerarios haciendo un triple salto mortal desde las alturas y sin red, y sobretodo, imaginaba a los payasos, el listo y el tonto que siempre me parecieron que habían trucado su verdadera identidad. Tras el feliz hallazgo, arrancaba a correr y no paraba hasta llegar a casa emocionado con la noticia. Después, sentado en aquellas tablas a la vera de mis padres, mientras gozaba del espectáculo, me preguntaba por qué aquella divertida representación se circunscribía tan solo al tiempo de la función y al espacio circular delimitado por una mugrienta lona.

Algunos años más tarde, hoy mismo sin ir más lejos, he comprendido que aquel pequeño circo que remendaba el agujero de las carencias a base de montañas de risas y de sonrisas, se ha hecho monumental, abarcando con una enorme lona de indefinidos colores a todo el planeta Tierra y convirtiendo en payasos a todos sus habitantes. Sin embargo, algunas de sus fieras han logrado escapar de la planetaria función y todavía disfrutan -por poco tiempo ya- de su salvaje retiro.

¡Miles de millones de payasos sobre la Tierra! ¡Una barbaridad! pensando en aquellos tiempos de la escasez en que tan solo eran dos y una o dos veces al año. ¡Menuda cosecha la de las últimas décadas! Hemos sabido multiplicarnos y sobretodo crecernos y recrecernos en la esencia dual de una condición que extiende sus brazos como los polos de un imán y sin posibilidad de campos magnéticos intermedios, la condición de los payasos tontos y la de los payasos listos, los que hacen llorar y los que hacen reír, a los unos y a los otros y a todas sus viceversas, la confrontación simultánea de dos estados de ánimo que proclaman con parecida música diferentes himnos: el de la supervivencia y el del exterminio.

¡Que nadie se eche las manos a la cabeza! ¡Que nadie se tire al suelo ni se hinque de rodillas! ¡Que nadie cante victoria tarareando una nana! Todo está escrito en el lenguaje cibernético de Hawking y profetizado en el lenguaje relativo de Einstein. ¿Qué más hipótesis necesitaríamos? La sombra de la duda, felizmente, ha dejado de planear sobre nuestras cabezas.

Los payasos del mundo, buenos y malos, listos y tontos, harapientos y enfundados en arlequinados batines de ridículos brocados, están prestos para el combate, la farsa circense de una lucha abrumadoramente desigual.

A donde mires los ves. Unas veces bien delimitados por fronteras y delgadas líneas rojas, y otras, revueltos pero bien diferenciados. Circunstancial y convenientemente confundidos también en alguna ocasión propicia. Pero resulta muy sencillo adivinar su identidad cuando se observa desde el pequeño balcón de los salidos de madre, el balcón de los señalados con el dedo por independientes, una palabra maldita que los payasos listos detestan y los payasos tontos no entienden. Tales seres dotados de independencia son la última esperanza, una rara especie cuya androginia desespera a los arlequinados por no doblegarse al embrujo dominador de sus señuelos romboidales. Pero se frotan las manos porque saben que se hallan en peligro de extinción. Cada vez resulta más dificil tenerse en pie, unos por la carga de los regalos y las lisonjas, y otros por el peso de los cojones de los que intentan saltar encima.

El payaso listo no crea nada, utiliza los deshechos y deshecha todo aquello que utiliza, abarca con sus brazos y con la mirada, amontona y acapara, destruye en clave de natural y construye en clave de artificial, conmina al pueblo, vocifera y susurra según a cuantos vaya dirigido el discurso, inventa miedos, enfermedades y calamidades con su particular solución en el fondo de un bolsillo, programa crisis con sus máximos y mínimos en precisos y preciosos lugares y tiempos, diseña guerras generalmente a muchas leguas de sus hogares, envía continuos mensajes de calma a la población, es decir, a grandes grupos de payasos tontos, niega la realidad acusando al maestro armero, defiende su realidad evocando con una sonrisa a los clásicos, aplasta como Atila a todo el que se pone por delante, habla continuamente de progreso y de cultura sin haber leído jamás El Quijote o los tebeos de Roberto Alcázar y Pedrín, exige el derecho de pernada a todos sus payasos subalternos, adorna todas sus actuaciones con un bonito envoltorio, sonríe a los de su clase, ignora a los intermedios y escupe sobre los de abajo, saca de la chistera conejos momificados a los que hace hablar a través de un ventrílocuo que se pone a sus espaldas, van seguidos a todas partes de un séquito entremezclado de payasos tontos y listos, hacen gala de mesiánicos príncipes salvadores de todo tipo de patrias o autonomías, y jamás son alcanzados por el fantasma de una crisis doméstica, local, global o universal. Y una vez muertos, exigen ser santificados desde el más allá a través de la voz de todos sus allegados.

El payaso tonto no sale de su tontez por muchos siglos que vengan, crea cosas y luego las esconde, se avergüenza de sí mismo, lamenta su situación, trabaja como un negro y cobra en blanco, se carga de hijos y pesadumbres, apenas tiene tiempo para follar, sonríe en los cumpleaños, llora cuando ve pasar al payaso listo, tiene miedo, carece de influencias, piensa toda la vida en la lotería, cree casi todo lo que le cuentan, hace posible con su ignorancia los proyectos de los otros, contribuye al cambio climático por connivencia sin saber lo que es ninguna de ambas cosas, tiene frecuentes dolores de espalda debido a las reverencias, jamás discute -salvo en los bares-, encaja igual las consignas que los golpes bajos, no cree en Dios pero cree fervorosamente en todos los santos de la tierra y el cielo, huye de sí mismo, acude como las moscas al pastel, se erige en trabajador perpetuo de la banca sin derecho a salario alguno, le chilla a su mujer, su mujer le pone los cuernos por una cuestión de estricto mantenimiento de la unidad familiar, rechina los dientes por la noche y nunca es capaz de coger su fusil. Una vez muerto, tan solo desaparece.

¡Un mundo feliz! prometió Aldous Huxley. Aquí lo tenemos. El circo universal en todo su esplendor. Desde el Polo Norte al Polo Sur. Desde Hispania hasta las Indias Orientales pasando por la Tesalia y el circo magnánimo de la gran Constantinopla. Desde el Cantábrico al Mediterráneo con todos sus payasos de por medio.

Siempre lograron emocionarme, pero aquellos de la rambla tenían más gracia que éstos.

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