jueves, 25 de junio de 2009

La noche de San Juan




















Ortega y Gasset postula el fracaso como principio creador a la vez que estimulante base vital, asigna a las crisis un espíritu heroico y coloca a los fracasados en un estadio superior porque la conciencia del naufragio augura una inminente salvación. La realidad, a nuestros ojos, es un sueño de profundos excesos. La conciencia, en cambio, escapa siempre de ese precipicio y la cultura acaba tendiendo una mano amiga que yergue al hombre sobre el abismo.
La noche de San Juan se rinde sin más prebendas a la cultura ancestral del fuego. El dios de las llamas se entrega con todo su ardor al solsticio de verano haciendo que todos los hombres se vuelvan locos atraídos por un primitivismo que nunca ha quedado demasiado atrás.
La hoguera, esa palabra tan conciliábula y maldita, irrumpe entonces en el clímax de la medianoche iluminando las espumas junto al rompeolas y convirtiendo en paganos a todos los que danzan a su alrededor. La cercanía a esos fuegos dota al hombre de una extraña felicidad, lo impregna de humo y a la vez de triunfo, y en ese estado momentáneo, el fracaso heroico de Ortega se retrotrae hasta los principios de un nuevo estado de oportunidad.
Así lo fui entendiendo con cada una de aquellas noches de San Juan en que me asomaba tanto a las llamas. Lo hacía intentando que la cercanía del fuego purificador lograse desterrar algunos repuntes de los últimos remordimientos. La silueta de algunas mujeres, recreando sus cuerpos empapados de sudor y agua de mar entre la luz de las llamas, dotaba lascivamente al espectáculo de un cierto aire cinematográfico. Aún me cuesta olvidar el baile de Ava Gadner sobre la arena en La noche de la iguana. Con ciertos momentos, el olvido siempre se ha mostrado oportunamente avaro.
Cinco años han pasado entre las dos imágenes de arriba. A la izquierda(2004) el fuego estaba muy cerca. A la derecha(2009) costaba siquiera imaginarlo. Debo entender que el hombre, a medida que su conciencia le advierte de los fracasos, se va alejando del fuego. Pero Ortega, tal vez por estricta compasión, nos tiende un salvoconducto haciéndonos creer que los fracasos, ese estado inherente a un nuevo panorama de estímulos, fortalecen la condición humana antes de permitir que desfallezca la voluntad. Él se refiere tan solo a los que tienen conciencia de ello. La conciencia de sentirse un triunfador o un fracasado debe estar compuesta de los mismos ingredientes. Algunos saben muy bien darle la vuelta a la tortilla sin engañarse a sí mismos. A veces, a la conciencia de un fracaso o la de un triunfo las separa una sola noche o el siguiente amanecer. En pleno epicentro de cualquiera de esas situaciones, ¿cuánto le corresponde a uno mismo y cuánto a los demás? La vanidad personal no nos deja hacer las cuentas y acaba casi siempre cambiando ingenuamente algunos números de lugar. Los últimos parámetros con los que nuestra moderna sociedad mide estas cosas de los triunfos y los fracasos de la gente acaban volviendo locos a la inmensa mayoría e idiotizando a esa otra minoría de privilegio a los que siempre les gusta sentirse señalados por el dedo de cualquier mano.
Lo decíamos al principio: la conciencia es una cosa y la realidad es otra. Entre ambas, no obstante, se mueven decenas de conveniencias y, además, mi realidad no suele ser la misma que la tuya. La cultura individual levanta al hombre sobre el filo de la debacle y, desde esa incierta atalaya, la imaginación contribuye eficazmente a la supervivencia. Jorge Wagensberg, el gran maestro de los aforismos, lo corrobora: "Si todo lo real es pensable (hipótesis) y no todo lo pensable es real (evidencia), entonces la imaginación es más grande que la realidad entera".
En las noches de San Juan, lejos de la inminente onomástica, siempre he sido consciente de una conciencia retrospectiva, el desaforado deseo de una transgresión inevitablemente engranada al primitivismo mencionado. La hoguera, como imagen totémica, extiende sus llamas hacia el cielo en la noche de San Juan dibujando gigantescos falos cambiantes adorados por la multitud. En los últimos años, poco a poco, me he ido alejando de ese fragor. El crujido de las maderas, el olor a carne desatada y a salitre, las ansias de hacer eterna una noche de resplandores y utópicos conjuros, ha ido quedando atrás dejando una siniestra estela que solo da fe de los despojos del naufragio. Más que una cosa de años o de fracasos debe ser que uno está volviendo a la vulgaridad, a lo que muchos propugnan como lo razonable, el redil de las pasiones debidamente contenidas, o dicho de otra forma, jodidamente anuladas. Me resulta muy extraño verme inmerso en este panorama vacío de emociones. Cada una de estas últimas es un dios que mueve el mundo y yo siempre lo he sabido. No solo de noches de San Juan disfruta el año, pero ésta es especial, un puto termómetro que, al menos en mi caso, me indica que ando demasiado lejos de su luz y sus conjuros. Cinco años han bastado para conformarme con el lejano resplandor que se atisba desde mi terraza. Y no siento añoranza. Tan solo percibo una cierta falta de energía, algo quizás relacionado con el fracaso del que habla Ortega y Gasset. Si es así, habré de entenderlo como ese principio creador para una nueva base vital. Por si acaso, no voy a renegar de la imaginación ni a dejar de pactar con la cultura, dos estupendos salvoconductos para recabar nuevas emociones, esas porciones esenciales de energía que legitiman nuestra verdadera condición y convierten en mágicas algunas noches como ésta de San Juan.

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