jueves, 4 de junio de 2009

La dualidad: el espejo humano.


Hace ya algunos años, Esopo nos contaba que un día muy frío entraron un sátiro y un campesino en la casa de éste para comer. El campesino acercó sus frias manos a la boca y sopló en ellas. Le dijo al sátiro que lo hacía para calentarlas. Después sirvió dos platos de sopa. El campesino acercó su plato a la boca y sopló en la sopa diciéndole al sátiro que lo hacía para enfriarla. Éste, sintiéndose burlado, se levantó de la mesa y dijo: "No puedo considerarte un amigo nunca más, un hombre que con la misma respiración sopla caliente y frío".

Más tarde, en la primera mitad del siglo XVII, el pintor flamenco Jacob Jordaens inmortalizó esa escena en un cuadro que se expone en la Alta Pinacoteca de Munich.
Algo más tarde aún, en los primeros años del siglo XXI, en la página 16 de un furtivo libro aún sin editar, podía leerse: " Una vez más, lo contrapuesto y la dualidad, se enfrentaban en mi mente con aquellas lecturas casi simultáneas que, como los turnos, uno de mañana y otro de tarde, parecían ser capaces de coexistir sin denostación alguna. Por la noche, cuando intentaba agarrar el sueño, inevitablemente sacaba a escena, sin orden ni jerarquías, los episodios de aquel monje envuelto por la aureola del fervor y el olor a incienso, café y pan reciente, y aquellos otros de la lectura de las tardes en los que soezmente se daba cobijo a la exaltación del onanismo, la pornografía y la pederastia. Así era yo por aquellos años: capaz de convivir con lo místico, con la admiración por los libros y con el respeto al sentido de la religiosidad, pero también capaz de exaltarme con lo obsceno y con la vulgaridad sin importarme los formatos o la expresión abominable de aquella literatura de subterfugio. Sin embargo, confieso que esa simultaneidad de conceptos tan opuestos en tantos órdenes del sentimiento humano, ha caracterizado una forma de ser, los ángeles y los demonios compartiendo los mismos espacios de la conciencia en cuya catarsis, a veces, también se logra despejar el horizonte".

Los tres momentos hablan de lo mismo. Nada ha logrado perturbar esa condición a pesar de los más de veinte siglos transcurridos. La dualidad de la naturaleza humana viaja con nosotros desde el principio de los tiempos. Esopo la refrendó en un acto fisiológico, Jordaens la retrató en un lienzo, y el anónimo del libro yació concupiscentemente con ella en un lecho de simultáneo cielo e infierno.

Debiéramos sentirnos contentos con esta multiplicación. Nosotros, los recolectores de prebendas y de grandezas, los acaparadores de todo aquello que se nos antoja servible o no, los despojadores de los bienes del prójimo, resulta que no hemos sabido mirar hacia el interior de nosotros mismos para darnos cuenta de que somos dos y no uno. Ese férreo y narcisista sentido de la individualidad no nos deja ver al otro y a la vez impide el reflejo, como en un espejo opaco, de la otra cara del yo que sigue siendo tú mismo. Bramante me habló una vez de ello: " ¿Sabías que se necesita siempre a otro para conocerse a sí mismo? ¿Y que solo reconoceremos en los demás aquellos rasgos buenos o malos de los que tengamos una representación dentro de nosotros mismos? La imagen negativa, reflejada de nosotros en los demás, es el único mecanismo que desvela nuestros defectos porque el Universo no nos ofrece un instrumento de iluminación para poder autoatacarnos, y de esta manera es como cada uno de nosotros crea su propia realidad. La capacidad de transparencia y de reflexión del cristal puro es como el espíritu humano: todo trasciende reflejado hacia el exterior. Así que cuando hagas elucubraciones sobre los demás procura observarlos siempre con la mejor de tus miradas".

Esa gente que siempre se cree en estado de gracia, o esos otros que solo se ven en la perversión y la desgracia, no deben ser de este mundo, del mundo de los humanos que son capaces de soplar caliente y frío a la vez, porque el auténtico humano es así: capaz de lo mejor y lo peor, sin denostación y sin servidumbre, legitimado para navegar en ambos mundos por la propia esencia de su doble condición.

Al sátiro de Esopo el acto de soplar caliente y frío por una misma boca le pareció utópico en sí mismo y, en cambio, es un hecho posible y demostrable. Seguro que muchos, dos mil seiscientos años después, aún siguen pensando que es imposible. La utopía, en su sentido cosmogónico, ha ido perdiendo fuerza con los años y algunas veces, perseverando entre los dos de un mismo yo, puede llegar a cumplirse, aunque el incrédulo invitado se levante intempestivamente del banquete.

La dualidad no es cosa de sátiros, ni de ángeles o demonios. Ella es nuestro mayor salvoconducto para la supervivencia.

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