miércoles, 8 de julio de 2009

Los indignados


Leyendo lo que alguien escribe en diferentes momentos, se puede advertir el estado más esencial de su ánimo o, cuando menos, de sus intereses. La escritura se convierte así en unos rayos X letrados que atraviesan las intenciones de quienes son capaces de vomitarla con mayor o menor acierto, estilo, o erudición. De todas las expresiones artísticas, el ejercicio literario, al margen de su intrínseca creatividad, revela una pulsión que las más de las veces resulta inadvertida por su propio autor, un repunte de valentía que éste no es capaz de poner en liz en su vida cotidiana y que, sin embargo, parece intuirlo cuando lee lo que acaba de escribir. Desde ese momento, se convierte también en una víctima de sí mismo porque al despojarse de la piel y de sus máscaras, las vísceras quedan al descubierto, y a partir de ese instante, aparece un invitado de piedra en forma de una vulnerabilidad que con el transcurso del tiempo puede resultar abrumadora, un código peligrosamente desentrañado ante los amigos, los enemigos, y siendo premonitoriamente imaginativo, también ante toda la humanidad.

La gente que escribe sin importarle quién le paga o quién lo lee, no goza de una consideración superior a quienes no son capaces de hacerlo, pero el extraño coraje del que son poseídos cuando vierten los párrafos uno tras otro en busca de un sentido y una forma que los doctos han convenido en llamar Literatura, les señala continuamente con un dedo que les infringe tanta carga de sufrimiento como de responsabilidad. Y en medio de esa vorágine, zarandeados por los vientos de uno y otro lado, las ideas contrapuestas, y el encaje semántico de todo tipo de bolillos, surge el milagro de un disfrute excelso que impulsa permanentemente al escritor a seguir con la tarea en un ejercicio que él mismo entiende como el más esencial para la supervivencia.

Solo estos dos estados, el de la vulnerabilidad y el disfrute, deberían bastarse por sí mismos para animar a escribir a todos los que llegan algo más allá de saber dibujar sobre un papel la O con un canuto. Y yo soy uno de estos. Por obra y gracia de mi puesta sobre el mundo y por el milagro oportuno de una transmisión: la emoción que día tras día vi verter desde los ojos de mi padre hacia todo lo que tuviera forma de libro, esos pequeños objetos que él siempre manejó con inusitado entusiasmo. Me queda el consuelo de que, al menos en eso, he logrado parecerme a él.

Uno, que escribe de la misma forma con que suele hacer otras cosas -según mi madre "a lo tonto"-, y que además, y sin ningún género de más o menos dudas, no es leído por nadie, tampoco le preocupa esa especie de vacío existencial ni le desequilibra el anonimato. Los que tenemos esa suerte de resultar utópicos ante los demás, por ignorados, o por insignificantes, o por mestizos sin derecho a tribu alguna e indigentes culturales infectados de intrusismo, tenemos también el derecho a sentir, con cada penosa intromisión en el ejercicio literario, lo mismo que sienten los grandes. El reconocimiento es para ellos, pero las sensaciones, la responsabilidad, el sufrimiento, la vulnerabilidad y el disfrute mencionados, forman una parte inherente e incompartible a todos los que tienen los santísimos cojones y la precisa desvergüenza de ponerse a contar historias sobre un papel.

Pues bién, al cabo de muchos años, he conseguido un lector: yo mismo. Me cuenta con indisimulada preocupación que, tras leer un puñado de artículos de los últimos meses, ha notado un cierto aire de indignación, algo así como un estar continuamente cabreado. También me ha advertido acerca de un pesimismo "crudo y pertinaz como la lluvia que no cesa" del que parecen estar untados todos los escritos. Finalmente, y sin decir siquiera esta boca es mía sobre el gusto, disgusto o regusto acerca de lo leído, me pregunta que por qué no cojo los bártulos, el fusil, y lo que quede del alma, y escapo de la fuerzas gravitatorias en busca de otros escenarios algo más alentadores. Llegados a este punto, por estricta consideración al aliento de su cercanía y al tiempo que ha perdido, he querido contestarle.

- Mira -le he dicho-, como a mi, a estas alturas de insoportable vértigo de la vida, ya me importa un carajo todo el mundo y no estoy en la nómina de patrón alguno, me permito escribir lo que veo y lo que siento, y en medio de ese escenario, el tríptico del Jardin de las Delicias bosquiano ha perdido la parte del Paraíso. La visión terrenal y la del infierno, confundidas y despojadas de su propia razón de ser, han convenido en crear un nuevo caldo de cultivo donde cada una se sustenta sobre la otra. La condición individual del ser humano se ha rendido ante una colectividad que proclama su triunfo desde el establecimiento de pequeños rebaños que son manejados a base de inyecciones de miedo y exiguas raciones de alimento. Nunca en toda la Historia de la humanidad el hombre ha sido manejado como ahora. Los medios mediáticos, las multimedias, internet, la globalización, los mercados, las economías sostenibles, las ONUS, los fondos monetarios y filatélicos, las organizaciones mundiales de todo tipo de comercios y tráficos,

las enfermedades y las guerras milimétricamente diseñadas y sus ratios de rentabilidad preciosa y precisamente asegurados, son los vehículos que conducen a los distintos rebaños al redil. Y pobre del que intente salirse de él porque será primeramente señalado por el dedo de la familia y los amigos y algo más tarde aniquilado por un sistema que solo convierte en fértiles a las tierras que interesan. Así que mi querido y único lector, por eso mismo me he convertido en un escritor de secano, por la falta de riego, por las viejas nostalgias, y por cumplido tributo a esos pocos que se te cruzan a lo largo de la vida y que serías capaz de entregarles la tuya para hacerlos inmortales. ¿Cómo quieres que no ande indignado? ¿Como podría dejar a un lado el pesimismo del que me hablas? Me pregunto también cómo podría contentarte a tí que has sido capaz de creer por un momento en los escritos que nadie lee. Solo se me ocurre decirte que mi condición individual no ha podido usurparla ninguna de esas asquerosas colectividades, ni siquiera las más cercanas, y todavía ¡siento! como me dijo mi amigo el monje benedictino cuando le pregunté de improviso si se masturbaba, y me contestó sin inmutarse que hacía ya tiempo que había logrado alcanzar el necesario grado espiritual, pero que atendiendo a mi maliciosa curiosidad, aún no había muerto como hombre y !seguía sintiendo! añadiendo que los monjes robot no existen ni siquiera en las jugueterías. Así que la recogida esa de los bártulos y la escapada gravitacional de la que me hablas, la he llevado ya a efecto a pesar de los vientos, las corrientes y todos los imponderables del mundo. Estoy indignado, sí, indignado con el escenario, con la confusión absurda de cielo e infierno que atormenta a toda la humanidad, con los payasos de la política, los interesados, los falsos amigos, los encantadores de serpientes, los aburridos, los prevaricadores, los ministros de la Iglesia y del Estado y todas las putas que no alegran las carreteras y los burdeles. Por eso estoy en otra esfera, fuera del alcance de esa maloliente gravedad, como algunos otros supongo, con menos dinero, menos trabajo y menos amigos, pero disfrutando con todas mis fuerzas de todos los momentos esenciales que se me ponen por delante, junto a un nuevo amigo, o ante una suculenta sarten de papas y huevos, o aboleando con frenesí el palo de golf todo lo lejos que no ha sido capaz de llegar la bola, o emocionado ante la lectura de alguien que también cogió los bártulos y sabe mucho más que uno, o trasportándome hasta lo inimaginable con la magia de la música, o sintiéndome morir como nunca antes entre la carne y el abrazo de una mujer olvidada de tributos y futuro. Por todos esos momentos y alguno más que se me queda en el tintero, querido amigo de correspondido parentesco, me he alejado un poco del mundo sin llegar a perderlo de vista del todo. Tal vez sea esa misma esencia la que mi padre intentó insuflarme hablándome de forma tan candorosa y oportuna de la magia de los libros y del poder libertario e inexpugnable que ofrece la Literatura, aunque en mi caso, se trate de ese ejercicio de intrusismo que casi nadie acaba leyendo. ¡Gracias amigo!

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