Cuanto más viejo, más libre, y cuanto más libre, más radical. Se lo leí a José Saramago en una entrevista, y aunque no me parezco a él en nada, especialmente en el talento, me ví en el acto al otro lado del espejo. A veces tiene uno que oír al otro para comprender lo que pasa. Y me siento así sobretodo en esto de los escritos, en eso que muchos llaman literatura, esa palabra tan gorda donde las sombras de los escribientes anónimos no tenemos cabida. Al menos una cabida mediática. Pero no por eso vamos a dejar de infringir las normas, es decir, de seguir escribiendo. Es el otro aire que también nos ayuda a vivir. Aspiramos ansiosamente las letras, y cuando éstas pasan por las tripas y el corazón, salen expelidas, ufanas unas veces, irreverentes otras, en forma de gritos o susurros por la punta de la pluma o el margen izquierdo de la pantalla pixelada del ordenador. Así que la aclaración solo pretende advertir, a los allegados, a los virtuosos, a los recelosos o a los ultraconservadores, que gracias a los años, a la libertad, a la calvicie, a las arrugas, y a la radicalidad, digo en mis escritos lo que me sale de los cojones, aunque no esté bonito decirlo ni sea lo que conviene decir. El acicalamiento es un asunto individual. Que cada cual se preocupe del suyo y se escandalice con sus propias malversaciones de inconfesables fondos. ¡Gracias años por ser tan cumplidores y haberme conducido hasta el Olympo libertario de esta agridulce y enhiesta -a falta de otras cosas- radicalidad!
lunes, 23 de noviembre de 2009
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