"Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Mucho frío. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito". ¿Cuántos acudiríamos hoy a un anuncio de este tipo? Seguramente muchos menos de los que estamos imaginando. En aquella ocasión, finales del año 1914, se presentaron más de 5.000 candidatos, y solo fueron elegidos 26. Fue el anuncio con el cual Shackleton reclutó a su tripulación para afrontar a pie la travesía de la Antártida. El Endurance -el barco de la expedición- se quedó atrapado en el hielo y poco después se hundió.
Durante dos años, la tripulación sobrevivió a las peores condiciones imaginables, pero increíblemente, surgió el milagro: todos ellos regresaron a salvo a casa. Uno de los expedicionarios le puso nombre al milagro: Shackleton. Y en efecto así fue. Las excepcionales dotes de liderazgo del explorador inglés permitieron que todos los miembros de su tripulación sobrevivieran.
El lema de siempre de la familia de Shackleton no pudo ser más tributario ni más premonitorio: Fortitudine Vincimus, algo así traducido al español como "Resistir es vencer". Su barco, sin embargo, el Endurance ("Resistencia") no fue capaz de resistir. Pero ¿qué es la materia al lado del espíritu, las traviesas de un barco al lado de la entereza, el pundonor y el sacrificio de los hombres?
A veces conviene traer a la mente el recuerdo de estas epopeyas para alejar a la mosca cojonera que nos solivianta el equilibrio de los días insulsos que nos está tocando vivir. Imagino a Shackleton gritándole uno por uno a sus hombres con mueca de absoluta impiedad y escupiendo hielo y muerte por la boca: "¡Aguanta! !Aguanta!". Y a todos ellos mirando desencajados al plomizo cielo sin entender la estúpida esperanza que clamaba su patrón. Sin el "¡Aguanta!" de cada día y cada noche ninguno de ellos hubiese vuelto a ver a los suyos.
Ahora hemos dado una inadvertida voltereta y la resistencia ha quedado, como las cucarachas, patas arriba. A la mayoría de nosotros nos vendría bastante bien un viajito de dos años por la Antártida. Sin móviles, ni GPS, ni botas de goretex, ni estaciones polar cebra, ni helicópteros de rescate, ni mamma alguna en 20.000 kilómetros a la redonda. Sería el escenario perfecto, el estado amniótico adecuado y merecido para muchos de nosotros. Un fiel recordatorio, sin más, de nuestro origen, nuestra levedad y nuestro incierto y cierto destino. Un paraíso, sin duda también, donde ninguno de nuestros fantasmas actuales tendría cabida. Los insomnios, las hipotecas, la envidia al vecino de abajo y al de arriba, las ansias desmedidas de poseer, la traición al amigo y a los compañeros de trabajo, el miedo escénico a perder algo de status, la rabia sin razones, el estar continuamente cabreado y los mil y un dobleces en cada pronunciamiento, no tendrían lugar alguno ni sentido en medio de la inmensidad de tanta penuria y desolación a 25º bajo cero. Sin referencias, sin luz, sin Dios, abandonados a la ínfima parte de cada uno de nosotros, pero creciendo, creciendo con cada minuto, con cada exhalación cuasi postrera, con cada eco amortiguado por el viento del "¡Aguanta!" en los oídos.
Todos los días busco en los periódicos un anuncio como ese. Yo sé que no sería capaz de alistarme, o tal vez sí. Pero en la búsqueda logro ahuyentar momentáneamente los fantasmas mencionados. También Lutero cuando se sentía tentado por el diablo lo ahuyentaba tirándole pedos. Cada uno tenemos nuestra forma de ahuyentar a los demonios, a los miles de demonios que rondan cada día nuestras cabezas.
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