Visto desde la conciencia retrospectiva del tiempo, parece una burla que hace 2.500 años a Sócrates -según Jenofonte- solo le interesara la formación de hombres de bien, con lo que su misión fundamental parece que se ciñó a la de un moralista práctico. ¿Cuantos de éstos habríamos necesitado ahora, en pleno siglo XXI, para reconducir las aguas a su cauce?
Que la existencia de lúcidos pensadores, filósofos y hombres de ciencia a lo largo de la Historia no garantiza consenso alguno y ni siquiera ha llegado a marcar tendencias ni aún efímeras, es un hecho tristemente constatado. Y si a la exigua cosecha de ahora le unimos los intereses que unos y otros anteponen a sus lenguajes para dotarlos de un cierto sentido criptográfico que impida revelar las verdaderas intenciones o, en el mejor de los casos, la más vergonzante ignorancia, entonces tenemos sobre la mesa la manzana podrida que nadie sabe sanear y que, en términos globales, hemos acertado a llamar CRISIS, crisis, por cierto, también en latín.
Lo vamos a ilustrar con un sabroso ejemplo. La prensa actual ha recogido la opinión de los empresarios más importantes de este país -España, que no Cataluña u otros- acerca de cuales serían las medidas que ellos tomarían para salir de la crisis. Sin citar nombres, por la estricta e intrascendente cuestión de que son los mismos perros con distintos collares, ahí van algunas de sus mágicas y esclarecedoras respuestas para sacarnos del pozo: "Opino que hay que avanzar en un consenso amplio que permita tomar las medidas que nuestra economía necesita para detener el aumento del paro", "Hay que generar aumentos significativos y continuados en la productividad para así disminuir la vulnerabilidad ante la crisis", "Hay que aprovechar la oportunidad que supone la crisis para vencer las resistencias a reformar el marco externo de las empresas", " La tarea prioritaria es definir un programa comprensible y creíble que haga frente a nuestros desequilibrios y debilidades como el desempleo y un déficit público estructural", " Hay que transformar estructuras heredadas y vicios sociales recientemente adquiridos", "Urge crear unas condiciones suficientes para crear empleo", "Es necesario priorizar la reforma del sistema educativo, aunque su impacto sea a medio plazo", "Hay que reducir el nivel de endeudamiento del sistema y reordenar los mecanismos proveedores de financiación en la economía", "Hay que recuperar la unidad de mercado en todos los sectores y liberalizarlos", "Hay que potenciar las escuelas y universidades hasta darles el carácter de excelencia como en Estados Unidos", "Sería muy positivo un gran acuerdo entre Gobierno, fuerzas políticas, sindicatos y empresarios, para sentar unas bases sólidas que permitan sanear la economía", "Sería necesario establecer un nuevo contrato que facilite la creación de empleo y evite los temores que el empresario alberga", "Nuestro sistema educativo debe catalizar la transición a una economía basada en la aportación de conocimiento", "Debemos aspirar a convertirnos en polos de atracción de inversiones con alto contenido tecnológico", " Nuestros costos están por encima de la productividad. O reducimos costos o ambos. La corrupción, ligada a la recalificación de terrenos, deslegitimará el sistema. Sin ética, los países se colapsan".
Cada entrecomillado se corresponde con lo más sustancioso de la opinión de todos esos grandes empresarios. Ante tales propuestas, no es pues de extrañar que el Gobierno ande perdido y nosotros desahuciados. Ya lo he dicho, es el recurso criptográfico de un colectivo al que le han entrado los billetes a mansalva sin otras exigencias que las de abrir de par en par las cajas fuertes, y ahora que ha llegado el momento de pensar, ¡mira que sarta de obviedades y de gilipolleces!
La última de las opiniones mencionadas corresponde a Adolfo Domínguez, y aunque tampoco apunta el camino a seguir, sí que da de lleno en el clavo. Este país está colapsado porque, desde hace unos años, la ética -como el desodorante- nos ha abandonado, o dicho en términos tribales, ha sido echada a patadas. Ya es malo que la corrupción experimente una generalización geográfica y de índole oficial, pero el efecto añadido que produce la ligada a la recalificación de terrenos, deslegitima el sistema democrático en cuanto a sus más estrictas bases. Pero es curioso que no se hable de esto ni en los periódicos ni en los telediarios. Parece que los jueces y la sala solo sabemos de prevaricación, cohecho, malversación de fondos, financiación ilegal y evasiones de capital, y nos estamos olvidadando del verdadero cáncer que sufre la sociedad española en casi todos sus municipios: el incansable "choriceo" de la recalificación de terrenos para provecho de alcaldes, concejales, y en menor o mayor medida, también de algunos técnicos municipales. Se trata de la otra corrupción, la que permiten los planes PGOU y en cuyo sustento han apoyado muchos de aquellos sus posaderas para convertirse en ciudadanos multimillonarios por la gracia de Dios y de la "legalidad". ¿Quién no conoce a alguno de éstos en su esquilmado pueblo? Y encima duermen todas las noches tranquilos, sabiendo que el Torquemada de marras solo puede arremeter contra los tontos que dejaron secuelas de abusos de poder y trasnochados putiferios, agravados con una verbena de facturas falsas, por todos los rincones. La corrupción política es el último impuesto revolucionario que sufrimos todos los españoles y que, a la postre, encarece todo lo que toca. La burbuja esa de la que tanto se habla y que acaba de estallarnos en la cara dejándonos encueros de hocico para abajo, ha sido inflada fundamentalmente con el aire de los "recalificadores" y envuelta en la goma purpúrea de promotores solidarios a los que el reconfortante tufillo del cocido les hizo acudir como moscas. Y ya veis como lo estamos arreglando: los grandes empresarios filosofando con la panza llena sobre el vuelo de las moscas, los banqueros llorando la disminución de sus beneficios en vez de arder mortificados en la hoguera, el Gobierno y la oposición en su papel del pillo y el tonto, los sindicatos como siempre a la vera de su amo, los alcaldes "recalificando" en plena nocturnidad, y nosotros llorando con las lágrimas de todos ellos porque ya no nos quedan otras.
Lo de "el mundo está patas arriba" de Eduardo Galeano debía referirse al mundo de esta aciaga España que solo se nos muestra generosa, a los que somos del sur, con sus inagotables raciones de sol. Últimamente esa luz y ese calor son de las pocas cosas que me consuelan, sobretodo en esos días de nítido horizonte cuando desde mi terraza contemplo la silueta del Cabo de Gata y pienso en los años que lleva erguido entre pócimas de sal y ráfagas de desolado viento. Esa tierra yerma, ese augurio de desierto último, de agradecidas formas de recuerdo y realidad, espero que no se recalifiquen nunca. La vida es una tragedia global salpicada por momentos de ingenua felicidad.
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