

Cuentan los historiadores francmasónicos de la Alta Provenza que los templarios ya jugaban al golf en el siglo XIII, pero cuando alguno de ellos hacía trampas, le cortaban inmediatamente la cabeza y jugaban con ella el resto del partido. Siempre colocaban una estaca en el lugar del vertido de la sangre, como mera referencia del trayecto que le quedaba a otro jugador para salvar la suya hasta la bandera, manteniendo así también incólume su honor.
Las cosas no han cambiado mucho, pero las consecuencias de tan humana tendenciosidad se han suavizado con los siglos. Y en algunos casos incluso resultan alentadoras a juzgar por los beneplácitos, las ovaciones y los beneficios momentáneos. Siempre pensé, a pesar de mi fascinación por los templarios, que éste del golf era un deporte de señoritos y gilipollas con apariencia de tiempo libre y dinero sobrante, pero no hay nada más que meter la nariz en el asunto para darse cuenta de que todos los colectivos tienen su encanto. Y así, como las moscas, caí preso de patas en el pastel. ¡A la vejez, viruelas! o cómo diría Arturo Pérez Reverte: "¡Con dos cojones!".
Los amigos de la caza no lo entienden. Me dicen que me he vuelto una maricona petulante que está sospechosamente cambiando el estruendo de la pólvora por el sonido cursilero que produce el impacto del palito con la bola. Y que ahora ya no huelo a sudor y a tomillo, sino a pijo vestido de Burberrys que se adereza con aromas de Giorgio Armani mientras tira del carrito. Yo me limito a callar y a sonreir. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Ni siquiera he intentado demostrarles que las modas de otros tiempos también han quedado atrás en estas cosas del golf. Todo ha cambiado: las vestimentas, las colonias, los palos, las bolas, las clases sociales, las tarifas, la camaradería, el elitismo, todo, todo...menos las trampas. Dice el diccionario de la Lengua Castellana: trampa: "Plan concebido para engañar a alguien", o dice también: "Contravención de una ley, norma o regla", o la que más me gusta a mí: "Puerta en el suelo que comunica con una dependencia inferior", es decir, la trampa es el acceso más directo e inmediato desde una posición baja hasta un estadio inferior. Pero algunos , en vez de descender, ascienden, y por eso la trampa, en esto y en otras cosas, seguirá estando vigente. La gente que juega hoy al golf es gente normal aunque a muchos les pese, o como sería más castizo decir, aunque a muchos les joda. ¡Qué decir si no de mi mismo que he sido admitido entre esa especie sin pedir permiso alguno! Y ahora pago las consecuencias: la columna y las costillas se niegan a hacer el giro, me cabreo una y otra vez, tiro los palos, parto alguna varilla, blasfemo contra el dios de los estúpidos, y finalmente, como en el cuento de los siete enanitos, vuelvo feliz a casa. Ese es el auténtico espectáculo. Como Uróboros, uno muere y renace al mismo tiempo en cada partida de golf. Es insaciable y deleznable, te sube hasta los altares con cada vuelo triunfal de la bola o te programa para la autodestrucción después del siguiente golpe. Es jodidamente fascinante, un dulcísimo cabreo en cada partida...pero no puedo con las trampas. ¡Un deporte de caballeros! se ha proclamado siempre como consigna mediática entre sus elitistas bastidores. pero aquellos caballeros templarios que ya jugaban al golf, se extinguieron en el 1307, la mayoría aniquilados por el Papado y el rey de Francia, y los tramposos, por ellos mismos en el campo de batalla. Sin embargo, no hemos de preocuparnos porque remedios para este mal, haberlos no haylos. Hay mil y una maneras de hacer trampas en el golf dieciocho veces en cada recorrido, con la connivencia del amigo de turno y el beneplácito silencioso de los prudentes o los tímidos. Así, bajan los handicap, ganan torneos y babean después en las tertulias una ostentación que no les corresponde. Suelen tener nombre y apellidos, pero nadie se atreve a señalarlos.
Acabo de llegar de la final del torneo de Onda Cero en Islantilla -supongo que he viajado por algún errrático designio-, y al menos he podido disfrutar de una gran fiesta y un gran campo: padres haciendo de caddys para sus hijas, maridos haciendo lo mismo con sus esposas, mujeres enamoradas, esposos embelesados, langostinos de Sanlúcar y jamón de jabugo hasta las orejas, frio, viento, lluvia, golpes buenos, golpes malos, la fiesta del golf en definitiva...y la trampa, la delirante obsesión de quitarse golpes al amparo de los distraídos, o los consentidos, que para ser más exactos en esto último, deberíamos llamarnos los cornudos del golf cada vez que silenciamos la tropelía del golfante, y digo bien, de turno.
Dentro de pocos años, todo el mundo jugará al golf, pero si hiciésemos como los templarios, algunos se lo pensarían. Y mis amigos de la caza que no se preocupen, en cada recorrido llevo siempre una ramita de tomillo en el bolsillo para no oler a pijo acicalado con Armani o con Gautier.